7/6/09

Pensamiento depresivo y depresión

Cuando las presiones, las dificultades y los dolores de la vida nos rebalsan y se nos vuelven intolerables, la depresión suele ser una reacción natural al impacto de semejantes estresores. Una enfermedad seria o una operación mayor, la muerte de un ser querido, un fracaso laboral o cualquier otra perdida importante, puede disparar en nosotros un proceso depresivo, y la acción de varios factores de este tipo actuando en forma simultánea, puede tener el poder de provocarnos un estado invalidante y cercano a la postración.

Algunas personas recorren su vida sin sufrir más que leves y transitorios estados depresivos,
pero muchos otros son golpeados por éstos en una forma tan intensa y avasallante que requiere
su internación.

La depresión tiene muchos síntomas, aunque por lo general nadie los manifieste en su
totalidad. Una parte de ellos sin embargo, siempre esta presente, y su correlato más frecuente es la tendencia a la pasividad. En tales circunstancias pareciera que nada nos importa y que no es mucho lo que podemos hacer para cambiar el curso que ha adoptado nuestra vida; la cual se inunda de una sensación de futilidad a la vez que todo en ella se lentifica. Uno se torna letárgico y tiene sensación de fatiga; durante el día se siente soñoliento aunque de noche es incapaz de dormir. En casos severos, sólo se desea permanecer tirado en la cama y se prefiere ante todo el silencio, el aislamiento y la obscuridad.

Al principio las personas depresivas o que sufren un estado depresivo, pueden tratar de reaccionar y de sobreponerse a su situación, pero como una de las principales consecuencias de ésta es la perdida generalizada del interés por la vida y por las cosas, hasta las acciones más simples y cotidianas les demanda un gran esfuerzo, esfuerzo que en la practica no se sienten capaces de realizar.

Los sentimientos hacia los seres queridos se opacan, hasta tal punto que se sienten culpables por su anestesiamiento emocional, lo cual a su vez contribuye al colapso del deseo sexual y de su capacidad de amar, cosa que constituye uno de los motivos más frecuentes que lleva las personas deprimidas a realizar una consulta; aunque muchas veces esto ni siquiera se verifica, pues la indecisión y la falta de confianza en poder superar la situación, es otra de las consecuencias más notorias de estos cuadros.

Su vida se estanca fuertemente y los problemas familiares, laborales y económicos se agravan, volviéndose difíciles de resolver y de sobrellevar; momento en el cual, la culpa, las auto-recriminaciones y el miedo a perder el cariño de aquellos de los que dependen y que constituyen su red de contención, pasan a absorber buena parte de su actividad psíquica y emocional.

Situación que se agrava cuando –como ocurre demasiado frecuentemente-, quienes rodean a una persona depresiva o con un cuadro de depresión, en su intento de sacudirlo y de hacerlo reaccionar, lo hostigan impulsándolo a que actúe, a que tome decisiones y a que se sobreponga a su situación -como si ello dependiera de un acto de voluntad-, lo cual presiona e irrita a quien la sufre, incrementando sus sentimientos de inadecuación e induciéndole a un mayor aislamiento, a un mayor repliegue sobre sí mismo, a la evitación sistemática del contacto con los otros y de la comunicación.

La depresión cobra también su precio en el plano de lo físico, impidiéndonos sostener nuestros niveles habituales de concentración, verificándose a su vez la más de las veces, la perdida del apetito y junto a ello, la del peso corporal. Lo cual lleva a un paulatino deterioro físico que unido al sentimiento de apatía que los inunda, determina un creciente abandono de su aseo y cuidado personal.

Las depresiones menores, de no resolverse y de ser reiterativas, tienden a cronificarse y a transformarse en depresiones de mayor intensidad. Entre sus síntomas se hallan los estados de ansiedad, las ideas lúgrubes sobre la decadencia y la muerte, un temor al futuro que complementa su dolor por el presente, las ideas sobre la falta de significación y de sentido de la vida y la emergencia de ideas e intentos de suicidio, los cuales en ciertos casos concluyen en su consumación.

Desde el punto de vista psicoterapéutico, además del análisis de las fantasías inconcientes que en cada caso sustenten el proceso y del estudio de los factores ambientales que rodeen la vida del paciente o de los factores orgánicos que intervengan en su causación; los avances realizados en las últimas décadas en el estudio de los distintos tipos de depresiones, han revelado en ellas la existencia recurrente de muchas ideas y convicciones particulares, casi siempre presentes en estos cuadros, que los apuntalan y los sostienen en el tiempo.

Procesos e ideas que es necesario desmantelar o atemperar lenta pero sistemáticamente, si es que se pretende alcanzar alguna curación, y que podemos presentar así en forma simplificada:

Las personas depresivas se hallan generalmente dominadas por la auto-desvalorizaciòn, por el pesimismo y por la vivencia de falta de control sobre aspectos importantes de su vida. También padecen de una distorsión perceptual y de una distorsión en el modo de procesar la información que incluye la atención selectiva hacia los aspectos negativos del entorno. Por lo cual se activan en ellos una serie de procesos cognitivos y emocionales que determinan: 1) La sobre-personalización de la experiencia cotidiana (Lo cual los lleva a sentir que cualquier acontecimiento u aspecto negativo de la realidad los afecta en forma directa, restándoles esperanzas y empeorando su situación), 2) Una sobre-generalización de tales sucesos negativos (por la cual, a partir de acontecimientos indeseables aislados, arriban recurrentemente a la convicción de que todo esta mal y arruinado en un sentido global e irreversible), y 3) Una excesiva reacción a dichos sucesos y experiencias denominada “catastrofización” (que los lleva a amplificar el carácter negativo de cualquier acontecimiento, viviéndolo como mayúsculo, terminal y defenestrante, más allá de su importancia objetiva y de su verdadera dimensión).

Quizás sea oportuno recordar aquí, que no es lo mismo la tristeza que un estado de depresión –a pesar de que en nuestro lenguaje cotidiano nos hallamos acostumbrado a decir “estoy deprimido”, en situaciones en las que en realidad correspondería decir “estoy triste”-. Porque aunque la depresión siempre incluya la tristeza y tanto la una como la otra siempre compartan la vivencia y la convicción de haber sufrido una pérdida importante, sea esta afectiva, material o de cualquier otro orden (un amor, un hijo, las posibilidades de éxito, una oportunidad largamente esperada, la juventud, la salud, el orgullo, el patrimonio, etc.), la depresión es mucho más que la tristeza. Pues ella no surge sólo cuando algo que se tenia y valoraba se ha perdido o cuando el anhelo de obtener o de recuperar lo valorado se nos muestra como ilusorio, sino cuando esta vivencia se acompaña además de la idea más o menos difusa, más o menos consciente, de que a partir de dicha perdida, la satisfacción y la felicidad, ya no habrán de ser posibles en la vida.
Mientras que en la tristeza, por más dolorosa y profunda que esta pueda llegar a ser, se conserva la confianza o la esperanza, de que aunque sea luego de mucho tiempo, la vida volverá de alguna forma a reencausarse. Lo cual establece entre ésta y la depresión, una diferencia que ya no es sólo de orden cuantitativo sino además cualitativo.

Existe al respecto una frase celebre de Freud, quien abriera muchos caminos en estos temas, y que apuntaba a esa forma virulenta y acentuada de cuadro depresivo que conforma la melancolía. “El enfermo sabe que es lo que ha perdido, lo que no sabe es que es lo que con ello ha perdido”; lo cual no es otra cosa, que sus esperanzas y expectativas de satisfacción vital y existencial en el futuro.

A pesar de lo seria y dolorosa de estas afecciones, corresponde señalar que una plétora de estudios han demostrado desde hace ya tiempo, que los vínculos personales positivos atenúan en mucho las sus consecuencias físicas y emocionales, pues se sabe que el “apoyo social” con el que cuenten las personas afectadas, entendido como la ayuda, la cooperación, el aliento y la comprensión que reciban de su entorno; actúa como un colchón protector que reduce la incidencia de los distintos depresores. De la misma forma que se ha demostrado en forma más que reiterada, el aumento del riesgo de depresión en personas que viven en soledad o inmersos en relaciones familiares y laborales conflictivas, en quienes sufren un estrés marital crónico, en relaciones carentes de un contacto emocional basado en la confianza, en quienes sólo sostienen vínculos personales superficiales o negativos, en las adicciones, etc..

Los factores de personalidad también inciden en cuanto a su capacidad de ejercer una función protectora o propiciatoria de la depresión. Y en especial dos conclusiones emergen con claridad de entre la multiplicidad de los estudios realizados al respecto: 1) Las personas más propensas a sufrir depresión dependen excesivamente de los otros para su sostén emocional y su sentimiento de aprobación, y 2) Las mismas son por lo tanto extremadamente vulnerables en su autoestima y poseen otros rasgos y tendencias personales, que las predisponen a sufrir intensamente las consecuencias de alteraciones en sus vínculos significativos y en su imagen personal.


Lic. R. Prieto

Mayo del 2008.

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