7/6/09

Trastornos de Ansiedad


Caracterización - cuadros - síntomas - técnicas de manejo y de control

La ansiedad es un componente natural de nuestra vida, pues ella no es más que la consecuencia inevitable de que seamos seres dotados de conciencia. Conciencia de nosotros mismos, conciencia de nuestra vulnerabilidad y conciencia de las amenazas a nuestros intereses vitales que la realidad puede y suele de hecho plantearnos, cada tanto en nuestra vida.

En tal sentido la capacidad de sentir ansiedad no es solo algo natural, sino algo muchas veces conveniente y necesario. Pues ella constituye una señal de alarma desarrollada por nuestra especie a lo largo de su evolución, que activa en nosotros aquellas reacciones tendientes a conjurar la ocurrencia de lo indeseado. La aprehensión, la cautela ante situaciones potencialmente peligrosas, la agudización de nuestros sistemas perceptivos ante el peligro y la preparación de nuestro organismo ante ello, ya sea para la fuga o el ataque, son solo algunos de sus correlatos naturales.

A veces esa capacidad es excesiva y nuestra preocupación frente a los peligros se halla hipersensibilizada. Como todo componente normal de nuestro psiquismo, éste puede deslizarse -ya sea por exceso o por defecto-, hacia el terreno de lo patológico y de lo anormal. Decimos no solo por exceso sino también por defecto, porque la incapacidad de sentir ansiedad en situaciones que de por sí la ameritan, constituye casi siempre un indicador válido de un grave disturbio emocional.

En esta breve nota nos centraremos sólo en algunas de aquellas alteraciones de la ansiedad que pertenecen al orden de lo excesivo. Pues más allá de un cierto punto y de cierta intensidad, esta es paralizante, volviéndose restrictiva de nuestras actividades, inhabilitadora de nuestras capacidades y tiñendo nuestra vida de sentimientos de angustia y a veces de desesperación.

Sentir ansiedad excesiva es sentirse sin control suficiente sobre el propio destino v sobre la propia realidad, es sufrir la perdida de la autoestima y alteraciones en la propia imagen, es perder la confianza en sí mismo, es sentirse a veces alterado sin causa aparente, irritado, confundido y muchas veces con temor.

Se calcula que más del 15% de la población sufre actualmente en mayor o en menor medida de alguno de los 12 trastornos reconocidos de ansiedad, los cuales en su conjunto afectan a un mayor numero de mujeres que de hombres. Y que el 30% de la misma sufrirá durante su vida alguna de sus manifestaciones, ya sea en forma severa o moderada, crónica o circunstancial.

A esto hay que agregar que los trastornos de ansiedad constituyen afecciones que raramente cursan en forma aislada, estando básica y estrechamente vinculados con la depresión, con trastornos de la alimentación y con el desarrollo de adicciones. Por otra parte sufrir de uno de los trastornos de ansiedad no implica que en forma paralela o en forma alternada no se sufra a su vez de otro de ellos. Por ej., los ataques de pánico por lo general se acompañan de lo que se denomina agarofóbia -miedo a los espacios abiertos-, pues quien los sufre teme especialmente que le sobrevenga un ataque en un lugar extraño, rodeado de desconocidos, expuesto y alejado de los ámbitos que le son familiares en donde se siente más seguro.

Entre los trastornos de ansiedad que mayor incidencia tienen dentro de la población, figuran: los cuadros de ansiedad generalizada, los cuadros de ansiedad aguda, las llamadas fobias simples o específicas –miedo a los espacios abiertos, a las alturas, a animales, a ciertos objetos, etc.-, el llamado trastorno de estrés post-traumático, el trastorno obsesivo-compulsivo, los ataques y trastornos de pánico, y la alteración que mayor incremento ha tenido en los últimos años en nuestro país: la fobia social.

Ya sea como causa o como consecuencia de un disturbio emocional o de una alteración orgánica, la ansiedad es una constante y un actor principal en casi todos los problemas anímicos y enfermedades mentales. Una de sus más serias consecuencias es que quienes los sufren, desarrollan rápidamente la comprensible tendencia a tratar de evitar todo aquello que reconocen o que imaginan como su fuente, lo cual determina el desarrollo de fobias. Otras consecuencias graves son la tendencia al aislamiento, la búsqueda de anestesiamiento emocional y en términos generales, múltiples y variadas formas de inhibición y de restricción personal.

Aclaración: como al tratar estos temas a veces nos vemos en la necesidad de utilizar en forma indistinta el termino ansiedad y angustia, distingamos brevemente antes de continuar cual es la diferencia y la relación entre ambas, la cual es muy simple y que de una u otra manera la mayoría de la gente conoce. La ansiedad es una angustia relativa al futuro; esto es, es una expectativa angustiosa de que algo malo va a suceder o de que algo bueno y anhelado, vivido como importante y esencial para uno dejara de suceder; lo cual de por sí es malo. Aclaremos que aquí el futuro puede significar tanto el próximo minuto, como las próximas horas, los próximos días, semanas o incluso años. Es decir, la ansiedad puede estar referida a una amenaza inminente o un perjuicio potencial a mediano o largo plazo.

Fuertemente relacionados con situaciones de estrés, los trastornos de ansiedad a veces se disparan a partir de un hecho único, violento e impactante –un accidente importante, un ataque delictivo, una catástrofe natural, etc.-; a veces por situaciones personales o familiares graves, por problemas laborales o de salud. Pero también ocurre muchas veces que estos afloran sin que exista una razón identificable para su irrupción, pareciendo surgir de la nada y sin causa aparente o constituir una reacción sobredimensionada ante un problema menor. A estas dos últimas situaciones se las vincula con la llamada “angustia flotante”, angustia que generalmente termina encontrando en cualquier suceso adverso, aunque sea este nimio, un motivo suficiente para su manifestación.


Ansiedad normal vs. trastornos de ansiedad


La preocupación excesiva otorga a las cosas pequeñas una sombra enorme.
proverbio sueco

¿Cómo saber si uno ha cruzado la línea que separa la necesaria e inevitable preocupación por las cosas, de aquella que trasciende lo normal y constituye un trastorno de ansiedad en términos psicopatológicos?: Bueno, básicamente cuando la ansiedad deja de ser una vivencia esporádica y conveniente de aprehensión frente a ciertos hechos o situaciones reales y potencialmente amenazadoras, para transformarse en una fuerza constante y dominante, demasiadas veces desfasada de la realidad. Una fuerza que absorbe a quien la vive y que le quita entre otras cosas su alegría, su sentimiento de afirmación personal, la solidez emocional para enfrentar la adversidad y sobre todo, su capacidad reflexiva. Y en especial cuando le quita a uno la fuerza y la habilidad para enfrentar precisamente aquello que la determina y para evitar sus consecuencias. Esto es, cuando ya no puede enfrentar la causa de su ansiedad, cuando ya no puede controlarla y cuando esta altera fuertemente su vida personal y relacional, afectando de esta forma tanto su presente como su futuro.

A veces ésta, junto a la angustia acumulada, estalla a través de ataques de pánico; los cuales siempre se acompañan de un intenso sentimiento de terror.


Ataques de pánico y Trastornos de pánico

La persona que vive un ataque de pánico tiene palpitaciones, por lo general dolores en el pecho; sensación de ahogo y dificultades para respirar; un miedo desbordante, sensación de irrealidad, temblores, transpiración en las manos, a veces cosquilleos en estas, en los brazos y en las plantas de los pies; mareos, nauseas, trastornos digestivos, etc.

La vivencia más fuerte y abrumadora es la de pérdida de control. Muchos sienten que se están volviendo locos y más frecuentemente, que están sufriendo un ataque cardíaco y que se hallan a punto de morir. Estos ataques surgen en forma inesperada, incluso durante el sueño y ello sin necesidad de que sé este teniendo una pesadilla. Los ataques pueden llegar a durar segundos, a veces horas, en la mayoría de los casos ½ hora y alcanzan su pleno desarrollo aproximadamente a los 10’ de su iniciación. A veces ocurren una única vez en la vida, a veces se repiten en forma regular y agregan a quienes los sufren, la expectativa angustiosa de volver a tenerlos una próxima vez.

Cuando estos ataques se repiten durante un lapso de al menos 6 meses, ya no se habla de ataques de pánico sino de un trastorno de pánico, que es la forma cronificada de lo anterior.

Se estima que cerca del 5% de la gente padece hoy día de ataques de pánico en forma regular. A veces como ya se dijo al hablar de los trastornos de ansiedad en su conjunto, estos se disparan tras un hecho único, concreto y conmocionante, a veces parecen surgir de la nada o de alguna zona obscura de nuestro interior –desde el azul, dicen en otros países-; casi siempre sin embargo, el principal detonante y el mayor predisponente, lo constituye una intensa situación de estrés.

Otros trastornos de ansiedad tienen manifestaciones menos dramáticas pero mucho más generalizadas, por lo que afectan a un sector mucho más amplio de la población, acompañándose también de síntomas tanto físicos como emocionales; los cuales se refuerzan mutuamente.


La Fobia Social

Para demasiada gente, el trato con los otros es su principal fuente de angustia. La fobia social, también conocida como Trastorno de Ansiedad Social, es un miedo intenso a verse avergonzado o humillado frente a otros por las propias conductas o por el propio proceder. Hablar fuera de tiempo, ofender a alguien sin quererlo, volcar un vaso o romper un plato en una reunión, resbalarse frente a compañeros de trabajo al bajar una escalera, etc..

La fobia social produce en quienes la padecen en forma severa, la sensación de que son permanentemente observados y juzgados por los demás; a pesar de que por otro lado reconozcan en términos racionales –lo cual diferencia esta afección de la paranoia y de otros cuadros también marcados por una intensa vivencia de persecución-, que ello no es cierto, que no se ajusta a la realidad. Convicción que no les evita a quienes la sufren, sin embargo, la profunda vergüenza, angustia e inhibiciones que sienten en el contacto con los otros, excepto con sus familiares y con sus allegados más íntimos-


Trastorno generalizado de ansiedad

Quienes lo padecen se sienten inundados de ideas y de pensamientos negativos sobre el futuro, sobre ellos mismos y sobre la realidad en su conjunto, lo cual puede llegar a incluir casi cualquier hecho cotidiano, más allá de su importancia o de su verdadera significación. Pensamientos del tipo: ¿Que ocurriría si pasa tal cosa?, ¿En ese caso, qué tendría que hacer o dejar de hacer?; “Si sucede -o si deja de suceder-, ya no habría nada que yo pudiera hacer al respecto”, etc.. Viviendo por lo tanto permanentemente atrapados en un circulo vicioso y repetitivo de aprensiones y de expectativas angustiantes sobre el futuro y sobre su situación.

Los síntomas y consecuencias físicas y emocionales más comunes de los cuadros de ansiedad generalizada son:

- el temor a que ocurra lo peor, en cuanto a la familia, el trabajo, la salud, etc.

- las ideas y sentimientos depresivos que se imponen a la larga a partir de lo anterior o la irrupción de fijaciones obsesivas respecto a ciertas ideas u objetos.

- la perdida del interés por la sexualidad, por el desarrollo de proyectos personales, la perdida de la confianza en sí mismos y de su autovaloración.

- La instalación progresiva de un cuadro generalizado de estrés que determina entre muchas otras cosas un deterioro inmunológico, insomnio, incapacidad de concentración e irritabilidad.

- El sufrimiento en forma más atenuada de los mismos concomitantes orgánicos y fisiológicos que se mencionaron respecto a los trastornos de pánico.


Los cuadros de ansiedad generalizada no desembocan necesariamente en ataques de pánico, pero aún así pueden ser extremadamente incapacitantes; pues la preocupación intensa y sostenida por todo lo malo que puede llegar a suceder o por todo lo bueno que puede no llegar a verificarse, agota la energía, diluye el interés por la vida y provoca tan fuertes alteraciones de los estados de animo que terminan entorpeciendo o arruinando la relación con los demás.


Síndrome de estrés post- traumático

“Fui violada a los 25 años, esto fue hace seis. Por mucho tiempo hablé de esa violación como si fuera algo que le hubiera pasado a otra persona. Yo sabía muy bien que me había pasado a mí; pero simplemente no podía recordar el hecho con el horror y con el miedo con que realmente lo había vivido. Por un tiempo eso me sirvió. Unos meses después, de golpe, comencé a recordar todo como si estuviese metida en una película de terror. Eso me pasaba especialmente de noche estando sola y más intensamente cuando se estaba por cumplir el primer año del ataque. No podía dejar de pensar en eso ni siquiera en el trabajo. De golpe me ponía a llorar y me sentía tan tensa y angustiada que tenia que levantarme y salir para tranquilizarme y tratar de respirar. A veces me metía en el baño de la oficina durante media hora, fumaba y tomaba lexotanil. La gente sabia lo que me había pasado y no me decían nada. Yo les estaba agradecida, pero me ponía mal pensar que en el fondo me tenían lastima y que cuando yo no estaba hablaban de mí.”

El trastorno de estrés post-traumático es una condición de ansiedad extrema que surge con posterioridad a un hecho conmocionante. Casi nunca las personas que lo sufren pueden evitar recordar la experiencia vivida una y otra vez; recuerdos que se acompañan de casi la misma carga emocional que la que ésta despertó en su momento. Lo cual los lleva a revivir la situación cada tanto en forma automática o en ciertos lugares y fechas significativas, a través de pesadillas, ataques de llanto, recuerdos angustiosos y ataques de ansiedad.

Originalmente identificado como neurosis de guerra y luego como fatiga de combate -pues el cuadro fue inicialmente delimitado a partir de alteraciones que aquejaban a veteranos de guerra sometidos a los horrores de la primera guerra mundial-, el trastorno de estrés post-traumático fue luego reconocido además operante en prisioneros de campos de concentración, en sobrevivientes de catástrofes naturales, naufragios, accidentes aéreos, etc.; pero también en víctimas de robos violentos, raptos, violaciones, en testigos de homicidios, en víctimas de torturas, etc. Es decir en situaciones muy dramáticas o de extrema violencia donde la posibilidad de la propia muerte o el haber sido testigo de la ajena –sobre todo la de seres queridos-, había dejado en las personas afectadas huellas indelebles o difíciles de borrar.

Quienes lo sufren también experimentan, alteraciones del sueño, sensación de indiferencia afectiva y aletargamiento emocional, o se sobresaltan ante la presencia de cualquier cosa vinculada a la experiencia traumática que vivieron. El estallido de los cohetes de año nuevo para un excombatiente, de Malvinas por ej.; o el chirrido de la frenada de un auto para un sobreviviente de un accidente de tránsito, el olor a algo quemado para quien sobrevivió a un incendio, el sonido de voces altas que parecen iniciar una discusión violenta, etc., retrotraen a quienes lo padecen al terror vivido con anterioridad. La recreación de la escena puede durar segundos, minutos, horas y es como si la persona fuese transportada a otro mundo y a otra realidad. Las reviviscencias se acompañan de percepciones, sonidos, voces, olores y otras sensaciones físicas propias de las circunstancias que rodearon la experiencia original.

El SEP puede presentarse a cualquier edad, incluso por supuesto en la infancia, en la cual se manifiesta principalmente a través de crisis de pánico, retraimiento, fobias y pesadillas. En los adultos el trastorno puede venir acompañado de depresión, de abuso de substancias anestesiantes como el alcohol y otras drogas, la ingesta de barbitúricos y ansiolíticos en forma indiscriminada, ataques de rabia, irritación y mal humor y en muchos casos de intentos de suicidio y en ciertos casos de su consumación-; lo cual se verifica con toda su crudeza y en forma especial en el caso de excombatientes.

Por lo general el cuadro es más severo si el hecho traumático fue ocasionado por una persona o por un grupo de personas en forma intencional, que si ello ocurrió por un hecho natural o por un accidente fortuito. Por ej., en términos generales le es más difícil sobreponerse a la víctima de una violación o de un asalto violento, que a la víctima de una inundación. Y esto por la sencilla razón que lo primero dependió de una voluntad humana que no tendría que haber existido o que tendría que haberse podido conjurar, mientras que lo segundo fue producto de las ciegas leyes de la naturaleza, que pueden ser muy dañinas, pero que carecen tanto de la intencionalidad como de la maldad que puede llegar a caracterizar a la voluntad humana. La culpa frente a sí mismo por haber estado expuesto a dicha maldad, la culpa y la impotencia por no haber podido defenderse, la frustración por no poder resarcirse por el daño y por la humillación recibida, actúa en muchos casos como un obstáculo adicional a los esfuerzos de superar la experiencia vivida.

Por supuesto que una catástrofe natural o un accidente importante aunque fuera involuntario, pero en el que hubo numerosas victimas o donde alguien sufrió daños y perdidas irreparables, puede tener para esa persona la misma dimensión y presentarle idéntica dificultad. Existe por otra parte lo que se denomina la culpa del sobreviviente, que agrega una adicional fuente de angustia para quien vivió éste tipo de situaciones, la cual es más fuerte cuanto más fuertes eran los lazos que unían al superviviente con aquellos que no lograron sobrevivir; lo cual tiene mucho que ver en ciertos casos con suicidios, a veces realizados años después, por lo que no suele vincularselos con la experiencia vivida.

En términos generales, cuanto más violento, más abrupto, más inesperado, más repetido, más irreparable y más costoso en términos emocionales, es un hecho, mayor será su potencialidad traumática y más dificultades habrá para su elaboración, en especial si la persona se retrae y lo intenta en forma aislada, sin buscar o sin conseguir la ayuda de los demás.

No todas las personas que viven experiencias traumáticas sufren un cuadro de SEP. Éste solo se diagnostica si los síntomas duran más de un mes, los cuales por lo general se presentan luego de tres meses de acontecido el suceso traumático. El curso de la enfermedad varía según las características del mismo y las características, la personalidad, el estado físico y el estado emocional de la persona. Hay quienes se recuperan dentro de los 6 meses; a otros, los síntomas les duran mucho más. En algunos casos la condición se vuelve crónica y en otros la incidencia del hecho traumático no se detecta, sino hasta varios años después.


Técnicas de manejo y de control

Es posible que parte de la gente nazca y se desarrolle por distintos motivos, ya sean estos biológicos, hereditarios, orgánicos u ambientales, por sus modelos familiares, por sus experiencias de vida, etc. -seguramente por una combinación de todos estos factores-, con una marcada predisposición interna a sufrir en forma crónica u esporádica de este tipo de alteraciones. Pero más allá de su causa y de por qué esto es así, la buena noticia es que a pesar del sufrimiento y del dolor que casi siempre rodea y acompaña a estos cuadros; a pesar de su enorme costo afectivo, económico y relacional; los mismos se encuentran entre el grupo de afecciones psíquicas que mejor responden a los intentos de curación; ya sea esto a través de la psicoterapia o de la medicación; y en ocasiones, a través un abordaje combinado de ambos recursos, cuando ello es lo indicado y necesario

Otro factor que favorece el atemperamiento o resolución de las alteraciones de ansiedad, es que las mismas pertenecen a su vez a aquel grupo de afecciones respecto a los cuales es mucho lo que quienes los sufren, pueden hacer por su cuenta para aliviar y mejorar su situación. Básicamente incrementando su conocimiento sobre lo que les pasa y desarrollando y fortaleciendo las denominadas “técnicas de sobrellevamiento” para el manejo de la ansiedad.

Técnicas que pueden incluir desde el aprendizaje de formas de respiración y de relajación específicas, la evitación sistemática o la toma de distancia de situaciones y de vínculos estresantes y conflictivos que la incrementan; mediante la adopción de dietas libres de elementos irritantes, la ingesta de productos naturales que ayudan a manejarla, mediante el abandono del sedentarismo, etc. . Especialmente importante se ha demostrado en las ultimas décadas la participación en grupos de autoayuda -o mejor dicho de ayuda mutua-, junto a personas que sufren de la misma problemática, tanto a nivel público como privado, pues existen muchos y muy buenos en nuestro país; más allá de lo que además cada persona haga en un plano estrictamente terapéutico profesional.

Todos recursos útiles para desactivar o al menos para obstaculizar los mecanismos disparadores de los desbordes de ansiedad mediante el logro de un mayor grado de control sobre las propias conductas y reacciones emocionales; pero que sólo se demuestran eficaces –como también ocurre con la psicoterapia y con la medicación-, repito, que solo se demuestran eficaces, si ante todo se produce en ellos un cambio de actitud frente a sus desbordes de ansiedad. Esto es, sí pueden llegar a vivir su trastorno como algo trabajoso de erradicar, pero erradicable, y no como un estigma inevitable que forma parte constitutiva de su ser y con el que están condenados a vivir por el resto de sus vidas.


Lic. Ramón Prieto

Agosto del 2007.

Trastornos de Ansiedad y Depresión:


La depresión acompaña frecuentemente a los trastornos de ansiedad. Los sentimientos de tristeza, apatía y desesperanza, las alteraciones del apetito y del sueño, así como la dificultad en concentrarse que caracterizan a la depresión, se unen entonces a los síntomas del cuadro de ansiedad especifico de que se trate y los intensifican.

Tradicionalmente concebidas como dos entidades distintas y diferenciadas, muchos profesionales piensan hoy a partir de investigaciones realizadas en los últimos años, que la ansiedad y la depresión son dos caras inseparables de una misma moneda; al menos en un gran numero de casos.

Datos que apoyan esta idea es el hecho de que entre el 60 y el 70% de las personas con depresión, también padecen de ansiedad y que el 50% de quienes sufren de ansiedad crónica muestran a su vez signos inequívocos de depresión. La coexistencia de ansiedad y depresión, cronifica ambas alteraciones; provoca en quienes coexisten ambos cuadros, mayores problemas laborales y de relación y aumenta significativamente el riesgo de suicidio.

Otros elementos importantes a favor de esta idea son 1) que el tipo de respuesta y la vulnerabilidad al estrés es idéntica en ambos casos y 2) que el tratamiento que mejores resultados obtiene en cuanto a una de estas afecciones, también lo obtiene en relación a la otra. Ya la psiquiatría clásica dio cuenta de este vinculo especial entre ansiedad y depresión al postular la existencia de lo que se denomina depresión agitada, donde los signos de ansiedad extrema acompañan a los de la depresión.

La lógica que subyace a esta superposición de cuadros es la siguiente. Como ya se dijo en el artículo sobre trastornos de ansiedad, ésta es una angustia referida a la idea de sufrir daños o perjuicios provenientes de amenazas potenciales, cuyos efectos indeseables pueden llegar a concretarse en el futuro. Si quien vive esta ansiedad, siente además que la concreción de esas amenazas es segura, que ello será muy grave para su vida y además, que no hay nada que él pueda hacer al respecto, entonces surge la depresión; estando por ello a la vez ansioso y deprimido.

Lo que evita hacer extensivo a todos los casos de depresión la idea de que estos siempre se acompañan de estados de ansiedad, es que muchas depresiones tienen su raíz en el pasado y no en las ideas que la persona pueda hacerse o abrigar sobre el futuro. En otros casos sí y en muchos otros actúan por igual ambas vertientes.

Una vinculación especialmente estrecha entre los trastornos de ansiedad y la depresión se verifica en las fobias sociales, en los ataques y trastornos de pánico y en los trastornos obsesivo-compulsivos; siendo su incidencia en las fobias simples de escasa o de menor significación.


Lic. Ramón Prieto

Agosto del 2008


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Pensamiento depresivo y depresión

Cuando las presiones, las dificultades y los dolores de la vida nos rebalsan y se nos vuelven intolerables, la depresión suele ser una reacción natural al impacto de semejantes estresores. Una enfermedad seria o una operación mayor, la muerte de un ser querido, un fracaso laboral o cualquier otra perdida importante, puede disparar en nosotros un proceso depresivo, y la acción de varios factores de este tipo actuando en forma simultánea, puede tener el poder de provocarnos un estado invalidante y cercano a la postración.

Algunas personas recorren su vida sin sufrir más que leves y transitorios estados depresivos,
pero muchos otros son golpeados por éstos en una forma tan intensa y avasallante que requiere
su internación.

La depresión tiene muchos síntomas, aunque por lo general nadie los manifieste en su
totalidad. Una parte de ellos sin embargo, siempre esta presente, y su correlato más frecuente es la tendencia a la pasividad. En tales circunstancias pareciera que nada nos importa y que no es mucho lo que podemos hacer para cambiar el curso que ha adoptado nuestra vida; la cual se inunda de una sensación de futilidad a la vez que todo en ella se lentifica. Uno se torna letárgico y tiene sensación de fatiga; durante el día se siente soñoliento aunque de noche es incapaz de dormir. En casos severos, sólo se desea permanecer tirado en la cama y se prefiere ante todo el silencio, el aislamiento y la obscuridad.

Al principio las personas depresivas o que sufren un estado depresivo, pueden tratar de reaccionar y de sobreponerse a su situación, pero como una de las principales consecuencias de ésta es la perdida generalizada del interés por la vida y por las cosas, hasta las acciones más simples y cotidianas les demanda un gran esfuerzo, esfuerzo que en la practica no se sienten capaces de realizar.

Los sentimientos hacia los seres queridos se opacan, hasta tal punto que se sienten culpables por su anestesiamiento emocional, lo cual a su vez contribuye al colapso del deseo sexual y de su capacidad de amar, cosa que constituye uno de los motivos más frecuentes que lleva las personas deprimidas a realizar una consulta; aunque muchas veces esto ni siquiera se verifica, pues la indecisión y la falta de confianza en poder superar la situación, es otra de las consecuencias más notorias de estos cuadros.

Su vida se estanca fuertemente y los problemas familiares, laborales y económicos se agravan, volviéndose difíciles de resolver y de sobrellevar; momento en el cual, la culpa, las auto-recriminaciones y el miedo a perder el cariño de aquellos de los que dependen y que constituyen su red de contención, pasan a absorber buena parte de su actividad psíquica y emocional.

Situación que se agrava cuando –como ocurre demasiado frecuentemente-, quienes rodean a una persona depresiva o con un cuadro de depresión, en su intento de sacudirlo y de hacerlo reaccionar, lo hostigan impulsándolo a que actúe, a que tome decisiones y a que se sobreponga a su situación -como si ello dependiera de un acto de voluntad-, lo cual presiona e irrita a quien la sufre, incrementando sus sentimientos de inadecuación e induciéndole a un mayor aislamiento, a un mayor repliegue sobre sí mismo, a la evitación sistemática del contacto con los otros y de la comunicación.

La depresión cobra también su precio en el plano de lo físico, impidiéndonos sostener nuestros niveles habituales de concentración, verificándose a su vez la más de las veces, la perdida del apetito y junto a ello, la del peso corporal. Lo cual lleva a un paulatino deterioro físico que unido al sentimiento de apatía que los inunda, determina un creciente abandono de su aseo y cuidado personal.

Las depresiones menores, de no resolverse y de ser reiterativas, tienden a cronificarse y a transformarse en depresiones de mayor intensidad. Entre sus síntomas se hallan los estados de ansiedad, las ideas lúgrubes sobre la decadencia y la muerte, un temor al futuro que complementa su dolor por el presente, las ideas sobre la falta de significación y de sentido de la vida y la emergencia de ideas e intentos de suicidio, los cuales en ciertos casos concluyen en su consumación.

Desde el punto de vista psicoterapéutico, además del análisis de las fantasías inconcientes que en cada caso sustenten el proceso y del estudio de los factores ambientales que rodeen la vida del paciente o de los factores orgánicos que intervengan en su causación; los avances realizados en las últimas décadas en el estudio de los distintos tipos de depresiones, han revelado en ellas la existencia recurrente de muchas ideas y convicciones particulares, casi siempre presentes en estos cuadros, que los apuntalan y los sostienen en el tiempo.

Procesos e ideas que es necesario desmantelar o atemperar lenta pero sistemáticamente, si es que se pretende alcanzar alguna curación, y que podemos presentar así en forma simplificada:

Las personas depresivas se hallan generalmente dominadas por la auto-desvalorizaciòn, por el pesimismo y por la vivencia de falta de control sobre aspectos importantes de su vida. También padecen de una distorsión perceptual y de una distorsión en el modo de procesar la información que incluye la atención selectiva hacia los aspectos negativos del entorno. Por lo cual se activan en ellos una serie de procesos cognitivos y emocionales que determinan: 1) La sobre-personalización de la experiencia cotidiana (Lo cual los lleva a sentir que cualquier acontecimiento u aspecto negativo de la realidad los afecta en forma directa, restándoles esperanzas y empeorando su situación), 2) Una sobre-generalización de tales sucesos negativos (por la cual, a partir de acontecimientos indeseables aislados, arriban recurrentemente a la convicción de que todo esta mal y arruinado en un sentido global e irreversible), y 3) Una excesiva reacción a dichos sucesos y experiencias denominada “catastrofización” (que los lleva a amplificar el carácter negativo de cualquier acontecimiento, viviéndolo como mayúsculo, terminal y defenestrante, más allá de su importancia objetiva y de su verdadera dimensión).

Quizás sea oportuno recordar aquí, que no es lo mismo la tristeza que un estado de depresión –a pesar de que en nuestro lenguaje cotidiano nos hallamos acostumbrado a decir “estoy deprimido”, en situaciones en las que en realidad correspondería decir “estoy triste”-. Porque aunque la depresión siempre incluya la tristeza y tanto la una como la otra siempre compartan la vivencia y la convicción de haber sufrido una pérdida importante, sea esta afectiva, material o de cualquier otro orden (un amor, un hijo, las posibilidades de éxito, una oportunidad largamente esperada, la juventud, la salud, el orgullo, el patrimonio, etc.), la depresión es mucho más que la tristeza. Pues ella no surge sólo cuando algo que se tenia y valoraba se ha perdido o cuando el anhelo de obtener o de recuperar lo valorado se nos muestra como ilusorio, sino cuando esta vivencia se acompaña además de la idea más o menos difusa, más o menos consciente, de que a partir de dicha perdida, la satisfacción y la felicidad, ya no habrán de ser posibles en la vida.
Mientras que en la tristeza, por más dolorosa y profunda que esta pueda llegar a ser, se conserva la confianza o la esperanza, de que aunque sea luego de mucho tiempo, la vida volverá de alguna forma a reencausarse. Lo cual establece entre ésta y la depresión, una diferencia que ya no es sólo de orden cuantitativo sino además cualitativo.

Existe al respecto una frase celebre de Freud, quien abriera muchos caminos en estos temas, y que apuntaba a esa forma virulenta y acentuada de cuadro depresivo que conforma la melancolía. “El enfermo sabe que es lo que ha perdido, lo que no sabe es que es lo que con ello ha perdido”; lo cual no es otra cosa, que sus esperanzas y expectativas de satisfacción vital y existencial en el futuro.

A pesar de lo seria y dolorosa de estas afecciones, corresponde señalar que una plétora de estudios han demostrado desde hace ya tiempo, que los vínculos personales positivos atenúan en mucho las sus consecuencias físicas y emocionales, pues se sabe que el “apoyo social” con el que cuenten las personas afectadas, entendido como la ayuda, la cooperación, el aliento y la comprensión que reciban de su entorno; actúa como un colchón protector que reduce la incidencia de los distintos depresores. De la misma forma que se ha demostrado en forma más que reiterada, el aumento del riesgo de depresión en personas que viven en soledad o inmersos en relaciones familiares y laborales conflictivas, en quienes sufren un estrés marital crónico, en relaciones carentes de un contacto emocional basado en la confianza, en quienes sólo sostienen vínculos personales superficiales o negativos, en las adicciones, etc..

Los factores de personalidad también inciden en cuanto a su capacidad de ejercer una función protectora o propiciatoria de la depresión. Y en especial dos conclusiones emergen con claridad de entre la multiplicidad de los estudios realizados al respecto: 1) Las personas más propensas a sufrir depresión dependen excesivamente de los otros para su sostén emocional y su sentimiento de aprobación, y 2) Las mismas son por lo tanto extremadamente vulnerables en su autoestima y poseen otros rasgos y tendencias personales, que las predisponen a sufrir intensamente las consecuencias de alteraciones en sus vínculos significativos y en su imagen personal.


Lic. R. Prieto

Mayo del 2008.

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La atención de enfermos crónicos, consecuencias para el cuidador

Quienes tienen a su cargo el cuidado y atención de familiares con serias incapacidades o con enfermedades físicas o psíquicas graves por períodos prolongados, comienzan generalmente a su vez a manifestar con el tiempo, crecientes signos de depresión o de estados irritativos, producto del intenso estrés de orden emocional, físico y muchas veces económico, que este tipo de situaciones les conllevan.

Las principales fuentes de desgaste en tales circunstancias son, 1) la presentificación anticipada de la perdida de un ser querido y 2) el severo cercenamiento de la propia vida de relación que acompaña a estos procesos. Enfermedades como el mal de Halzheimer, los cuadros severos de depresión, la enfermedades terminales y los casos de apoplejía, entre otros, constituyen ejemplos claros y dramáticos de este tipo de situación.

Dentro de ellas sin embargo, se verifican niveles diferenciales de alteración en la vida de distintos cuidadores; lo cual depende básicamente de sus características personales, del tipo y calidad del vinculo que hayan tenido anteriormente con los actuales enfermos, de la situación económica que se viva y de los demás factores ambientales significativos que incidan sobre su realidad.

Dentro de este cúmulo de variables, se ha reconocido también como de especial importancia el nivel de autoestima y el grado de “apoyo social” con que cuente la persona encargada del cuidado.

Apoyo social entendido aquí, como el nivel de ayuda y de cooperación que ésta reciba por parte de terceros tanto en términos de la atención concreta del enfermo como en términos de la necesaria contención emocional, comprensión y posibilidades de esparcimiento y de distracción, que le permita no quedar insalubremente absorbido por la situación en general y por su tarea. Pues ambos factores se muestran decisivos respecto a poder manejar con mayor o menor éxito y en forma más o menos holgada dos temas especialmente importantes para la calidad de vida del cuidador: 1) La inevitabilidad de tener que desempeñar cotidianamente tareas repetitivas, desgastantes o francamente desagradables implicadas en la atención del enfermo, y 2) La imposibilidad práctica de evitar severos cambios limitativos en la propia vida, en especial aquellos que éste reconoce como irritantes o francamente exasperantes para él; a pesar de que por otro lado considere la labor que desempeña como su responsabilidad y que la realice con cariño.

Otros factores importantes en estos casos son:

- El grado de control que el cuidador sienta que tiene sobre la situación en general, en el sentido de poder alterarla o modificarla en un sentido positivo –y esto tanto respecto a la conducta del paciente, así como respecto a los cambios indeseables en su vida personal sufridos a partir del momento que asumiera sus tareas de cuidado.

- Su confianza o falta de confianza en poder mantener o en poder lograr suficiente grado de control sobre ambas cosas en el futuro.

- La dimensión o globalidad que asigna a lo que esta viviendo. En términos de si los hechos o las conductas del paciente que le resultan irritantes se circunscriben a cierta área en particular, abarcan distintas áreas o se extienden a la totalidad de sus conductas. Y si las limitaciones sufridas por él se circunscriben a un solo aspecto de su vida, a todos, o sólo a algunos de ellos.

- La probabilidad que atribuye a que la situación puedan mejorar tanto para sí como para el enfermo, en contraposición a un convencimiento de que todo habrá de mantenerse igual (vivencia de cronicidad y de irreversibilidad del proceso), o de que la realidad en la que ambos se hallan aprisionados, sufrirá además un agravamiento inevitable y progresivo.

- El alcance de las recriminaciones que la persona a cargo de la atención se haga por su estado personal, por la situación del enfermo y por las circunstancias que ambos están viviendo.

Todo lo cual opera en concordancia con la idea, de que la vivencia de falta de control sobre aspectos importantes de nuestra vida, combinada con auto-recriminaciones y con la convicción de su incontrolabilidad en el futuro, es de por sí depresiogénica -es decir, que genera depresión-; y activa naturalmente en quienes lo viven, la emergencia de la denominada tríada depresiva, caracterizada por ideas negativas respecto a sí mismo, al mundo y al futuro.
Lic. R. Prieto
Septiembre del 2008

Fobia social, sus relaciones con la timidez

Aclaremos inicialmente que la fobia social no es lo mismo que la timidez, aunque ambas sean primas hermanas y se encuentren estrechamente emparentadas. Una persona tímida siempre es apocada en el trato con los otros y las más de las veces siente algún grado de incomodidad y de aprensión en el encuentro con los otros; pero no por ello se siente necesariamente juzgada por la gente en forma severa o –lo que sí ocurre en la fobia social-, con temor a verse humillado por su conducta, por sus comentarios o por su desempeño ante los demás. La persona tímida siente que si se mueve con cautela todo va a estar suficientemente bien.

A diferencia de esto, la persona que sufre una fobia social siente en ciertos momentos, que haga lo que haga los demás pensaran que es un ser que no merece aceptación. Su temor a cometer un error debe entenderse como un temor a cometer un error más; como si el hecho de su sola presencia u existencia en ciertas ocasiones, fuera de por sí reprobable ante la mirada de los otros. Es obvio que ambos cuadros son dos cosas distintas, aunque ambos induzcan a un mismo apocamiento, a un mismo aislamiento y a una misma falta de participación en actividades sociales que involucren exponerse frente a los demás.

Por otra parte y aunque parezca extraño, las personas que sufren de fobia social no necesariamente son tímidas, pueden sentirse cómodas las más de las veces ante la gente. Pero en ciertas ocasiones especiales como el tener que hablar en publico, el tener que compartir un ascensor con personas desconocidas o el tener que almorzar solos en un lugar concurrido, se sienten observados y potencialmente criticados en forma silenciosa por parte de los otros; por lo que se ven cíclicamente inundados de un intenso e inmanejable sentimiento de incompetencia y de inadecuación.

En sus formas leves la fobia social provoca únicamente un exceso de auto-observación y de autocontrol, y sólo se vuelve manifiestamente intensa en situaciones en que quienes la sufren son evaluados realmente, o en las que tienen que interactuar con figuras de autoridad –exámenes escolares, académicos o de cualquier otro tipo, una entrevista de trabajo o la presentación de un informe laboral, la posibilidad de una relación íntima o de un acercamiento emocional importante, etc.-; pero en sus formas severas, la fobia social se torna extremadamente paralizante en casi cualquier tipo de situación; hasta el punto de inducir a quienes la viven a rechazar un ascenso en el trabajo, si es que esto los obliga a enfrentar situaciones nuevas y temidas; o a tratar de apartarse todo lo que les es posible de tener que actuar frente a un público o de cualquier forma de interacción con gente extraña.

Dado que en la práctica esto es un lujo que casi nadie puede darse -pues la inmensa mayoría de la gente tenemos necesariamente que relacionarnos con los otros para poder vivir, trabajar y estudiar-, sus vidas transcurren en un estado de tensión constante y repetitiva que termina arruinando tanto su salud como su bienestar emocional.

A veces la angustia por un evento o situación atemorizante, comienza semanas antes de su realización; se sostiene durante su transcurso y se continua con posterioridad a través de la idea de que se hizo un mal papel y de que ya no hay nada que uno pueda hacer para restablecer la imagen personal ante quienes estuvieron presentes; por lo que toda la secuencia se les vuelve extremadamente dolorosa y desgastante.

Lic. R. Prieto.

Marzo del 2009.

Autoestima vs. Autorespeto

Nuestra sociedad otorga desde hace ya varias décadas un reconocimiento importante a la noción de autoestima, como un elemento importante y de peso dentro de nuestra salud emocional.

Mucho menos o casi nunca hablamos de autorespeto, aunque de hecho se nos vuelva difícil pensar en alguien que tenga una elevada valoración de sí mismo, pero que no se respete a sí mismo.

Ambos conceptos pueden parecer idénticos en principio, pero existe entre ellos dos o tres diferencias importantes de señalar.

Estimar algo supone valorarlo positivamente y tenerlo en alta consideración; pero la evaluación de nosotros mismos al tender por efecto de los valores predominantes hoy día, a centrarse fuertemente en nuestro desempeño, en nuestras ganancias en nuestros éxitos en tal o en cual actividad; tiene necesariamente en el fracaso a su contraparte inevitable- El azar, el paso del tiempo, las oscilaciones naturales de nuestras capacidades o de nuestra motivación, el incremento de los obstáculos a ser vencidos para la consecución de nuestros fines, etc.; son cosas que nos exponen cíclica y regularmente a vivir fracasos en nuestras aspiraciones de logro y por lo tanto a alteraciones en nuestra autoestima y en nuestra autovaloración.
Alteraciones que a su vez son mayores cuanto más atados estamos y cuanto más dependemos del logro de dichos objetivos para nuestra felicidad y para sostener una imagen positiva de nosotros mismos.

A diferencia de esto, el respeto a algo supone ante todo su aceptación, y el respeto a uno mismo por lo tanto, también; lujo que la autoestima basada exclusivamente en los logros y en los éxitos crecientes a repetición no puede darse; pues ésta debe repudiar al fracaso como si fuera su enemigo; cosa en la cual no se equivoca, porque ello de hecho lo es.

Por otra parte, y en relación con aquellos que detentan una elevada autoestima pero están demasiado imbuidos de un esquema evaluativo basado en el éxito y en la comparación constante del suyo con el de los demás; quienes se centran más en el respeto a sí mismos, se hallan por lo general más cercanos a la paz interior; a un bienestar más sereno y a una suerte de ecuanimidad; y dado que además dependen menos de la imagen que logren proyectar de sus capacidades frente a quienes les rodean, también son menos vulnerables tanto a los falsos elogios como a los insultos; y menos propensos a su vez a aparentar, a simular, a mentir, a ocultar sus falencias, a culpar a los demás por sus propios fracasos, tratando de sostener una imagen positiva e envidiable frente a los demás.

O sea, que dentro del interés indispensable que tenemos que tener por nuestra propia autoestima, debemos conceder un espacio de peso –más amplio del que de hecho se le otorga culturalmente-, al respeto a nosotros mismos; respeto que si es genuino, también supone entre otras muchas otras cosas positivas, el respeto por los demás.

Lic. Ramón Prieto
Junio del 2007.